26 de septiembre de 2013

Escritura de un atardecer

La primera vez que vi una imagen aérea del partido de La Costa lo hice desde la azotea de un edificio. Ese día también tomé conciencia de qué cosa era una manzana (la urbana, no la fruta). Fue al atardecer, el sol y toda la ciudad estaban naranja, los árboles, los autos y las casas parecían de juguete. Las calles eran hilos que tejían una trama de cuadraditos que iban oscureciéndose a medida que yo subía la mirada al horizonte.

En ese momento, abajo, pero lejos de allí, unos nudillos suaves, nudillos de hombre fino, golpearon la puerta de una casa oscura. Cuando la puerta se abrió, el hombre vestido de traje metió la mano en el maletín que traía consigo y entregó a una mujer una carta. La mujer, que era mi mamá, lloró.


–Esas son las manzanas, boludo –me susurró Esteban –por allá vivimos nosotros, de aquel lado está tu casa.

–¡Shh! que viene el portero y se pudre todo.

Me quedé buscando cuadrados extraños hasta que el sol fue un filo rojo en el horizonte y algunas luces empezaron a prenderse. Me di cuenta, entonces, que esa azotea, yo y esa hora de la tarde no podíamos coincidir en el cosmos. No podía ensayar ningún argumento, dar ninguna excusa que justificase por qué yo no estaba en casa en ese mismo instante.

Cuando llegué, con los pulmones del lado de afuera por pedalear tan rápido en calles de arena, papá y mamá estaban en la cocina. Traté de disimular el jadeo para que creyesen que venía de cerca y tranquilo.

No tuve tiempo, salieron a mi encuentro. Los dos se lanzaron sobre mí y me abrazaron y me besaron. Mascullaban algo que no llegué a entender, pero que incluía la palabra ‘casa’. Cuando parecían serenarse volvían a apretujarme y besuquearme. En la segunda ronda mejoraron: se les entendió ‘escritura’ y repitieron ‘casa’.

Pasó un rato hasta que entendí que cosa era una escritura y bastante más para saber qué significó para mis padres tener aquel día la escritura de la casa en sus propias manos. Creo que nadie que no lo haya esperado tanto y durante tanto tiempo pueda entenderlo.

Ahora que han pasado los años, que hay menos calles de arena, que los cuadrados de la ciudad ya no me resultan extraños, vuelvo a ese edificio a ver la ciudad y esperar que el sol se oculte naranja. Aunque no vaya a ocurrir, mientras estoy solo allí arriba espero en secreto los abrazos del viejo y de la vieja.

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