22 de septiembre de 2013

Muñecas rusas

La Sonrisa de Mamá, aparte de una película mediocre es un programa municipal destinado a madres solas con menores a cargo. El objetivo fue la rehabilitación bucal de más de mil mujeres que incluyó arreglos, extracciones y colocación de prótesis.

Lo que sigue es una entrevista a Nelly, destinataria de ese programa. La escribí hace mucho, cuando el programa era un rumor y, por alguna razón que no recuerdo, la sepulté inédita en el fondo del segundo cajón del escritorio.


El texto es una cadena de bloques pequeños en el centro de seis carillas A4, el espaciado es amplio y lleno de aire. Las hojas están prolijamente unidas con un clip a un post-it amarillo que tiene un número de teléfono. Hoy lo rescato no porque el tema haya retomado urgente y periodística vigencia, sino porque al releerlo, bajo la espesura de los hechos cotidianos, encontré dos profundas enseñanzas que me dejó Nelly.

Paré el auto lo más cerca que pude, en el lugar que las huellas se terminan. Enfundé las manos en el sobretodo, levanté el cuello y bajé el gorro hasta cubrirme las orejas. Era una brillante mañana de sol.

No había caminado más de 20 metros cuando una escalera de nenes salió a mi encuentro. Eran cuatro de los siete que tiene Nelly (“con ‘y’ griega y doble ele”). Romina, la mayor, tiene catorce; la siguen Noelia, también de catorce; Sandro, de seis y Jonhy, de dos.

Los nenes tienen ropitas nuevas. Sandro, por ejemplo, luce un saquito de lana brillante (literalmente: cada tanto se detiene, abre los brazos y se mira las mangas rojas y la panza; juega con el cierre en forma de rosca marinera y sigue corriendo). Faltan Leo, de diez; Sabrina, de ocho y Lucas, de cinco.

–¿Sí? –pregunta Noelia cuando está lo suficientemente cerca como para hacerse oír en voz baja. Tengo el sol a la espalda y sospecho que no debe ver de mí más que una silueta enfundada en gafas negras y un abrigo negro que llega casi a los tobillos. Ella, en cambio, es delgada, tiene ojos celestes y pestañas largas. El pelo, abundante y lacio, rubio y muy cuidado, cae por delante y detrás de los hombros hasta arriba de la cintura–. ¿Sí? –repite.

Le explico que quiero hablar con su mamá. Nombro primero un contacto y después al otro para generar un poco de confianza pero es inútil, no conoce a ninguno de los dos.

–¡Mirá! –exige Sandro y me muestra el cierre en forma de salvavidas. Se ríe tanto que nos contagia a Romina y a mí. Noelia sigue imperturbable, con los brazos cruzados sobre el abdomen, frente a la tranquerita blanca que cierra el prolijo alambrado de cinco hilos.

De pronto se abre la puerta del ranchito de ladrillos y techo de chapa y una de las bisagras cede a su peso. Apareció una mujer flaca y rubia, de caminar encorvado y sonrisa alternativamente oculta o desdentada.

Mientras hablamos sigue lavando los platos. Con destreza vierte el agua caliente en la palangana con trastos sucios a la vez que con el otro brazo hamaca o sacude a Jonhy. Cuando Jonhy se calma me señala un juego de muñecas rusas sobre un aparador.

–Tengo el mismo nombre que mi mamá: Nelly, con y griega y doble ele. También tengo los dientes podridos, igual que ella. En el barrio me dicen “la polaca”, debe ser por lo flaca.

Mecánicamente Nelly se tapa la boca con la mano y ríe. En efecto, es flaca, rubia y de piel muy clara. Cualquier sonrisa o enojo torna sus cachetes colorados y hace saltar diminutas venitas que encienden los ojos verdes, casi grises.

–Mi mamá dice que somos estas. Ella es la de más afuera, yo soy esta y Romina es esta de adentro –me explica mientras va sacando una muñequita dentro de otra–. Es una maldición de la que no podemos salir generación tras generación. Es el destino. Espero que Noe pueda zafar.
Nelly se refería a la dentadura.

–Pronto la municipalidad va a poner implantes…

–Me lo dijo doña Aurora. Yo trabajo para ella los martes y los viernes. Es buena. Ella también me avisó lo de la tarjetita, porque anda en la municipalidad ¿vió?, y la verdad que la tarjetita es una ayuda grande. Espero que lo hagan rápido, porque los chicos se llevan casi toda la plata que entra y yo siempre quedo atrás.

–¿Su marido tiene trabajo?

El rostro de Nelly enrojeció otra vez. Con apresurada torpeza guardó las muñecas rusas y las apoyó con fuerza en el estante.

–No tengo marido. Estoy sola desde que me embaracé de Jonhy.

–Aurora me dijo que al principio te había dado vergüenza ponerte la dentadura, pero que después agarraste viaje.

–No, vergüenza no. No me gusta mendigar. Nunca mendigué. Pero ella me convenció, me enseñó que mendigar es otra cosa. También me dijo que el señor intendente Juan Pablo había dicho que iba a poder tener mejores trabajos. Y yo le bromeé que le iba a cobrar más a ella, porque iba a estar más linda.

Nelly ríe ahora una risa desdentada y auténtica. Su vista pasa por encima de mi hombro y se pierde lejana atrás de la ventana. Los chicos siguen entrando y saliendo, pero ya ni se nota. Me gustó la respetuosa candidez con que se refirió a Juan Pablo de Jesús y quise hacérselo notar.

–De Jesús tiene tu edad ¿por qué tanto respeto?

–¡Él es el que manda! –dice abriendo los ojos y elevando un poco los hombros, como si la respuesta o, mejor dicho, la pregunta, hubiese estado demás–. Además, nadie antes nos había dado una tarjetita para los gastos de los chicos, que podemos comprar lo que queremos. ¡Y ahora la dentadura!

Parece tan segura, la oigo tan sólida que me dan ganas de refutarle el punto. Cuando pretendo ensayar una campaña retórica contra el agradecimiento desmedido a un político, que al fin y al cabo lo único que hace es administrar la plata de los impuestos, ella se adelanta y me deja fuera de juego.

–Mirá –afirma con determinación– hay que reconocer lo que hacen. Yo vine hace poco a Mar de Ajó, pero gobiernos hay en todos lados y ellos con la misma plata hacen otras cosas, nunca ayudan al pobre. Prefieren ponerle luz a los ricos. Yo siempre trabajé para mí y para mis chicos. Ahora ellos también trabajan, pero nunca alcanza. Es un barril sin fondo. Nunca pedí nada, pero es injusto que pongan luces y pinten veredas y que los chicos tengan frío y hambre.

Me quedé mirándola. Esa mujer, a cargo de siete nenes y una mamá, sin tiempos para ella, siguió con su trabajo. Terminó con los platos, cambió y lavó a Jonhy, despejó la mesa para que Sandro hiciera los deberes y le dio plata a Noelia para que traiga yerba.

Charlamos un rato largo. Hablamos de los chicos y de los papás. Romi y Noelia son hijas de un tipo que le pegaba “noche por medio, hasta que por fin desapareció”. Los otros cinco son de otro que la abandonó dos meses después de haber quedado embarazada de Jonhy. Al principio era un hombre bueno, pero con el paso de los años “se volvió borracho y dormía muy poco en casa”.

Los dientes de Nelly “empezaron a pudrirse entre Sabrina y Sandro” y ya nunca más aspiró a un trabajo estable. Desde entonces Nelly resiste los embates de la pobreza y al miedo a enfermarse un día y que sus hijos no tengan para comer al día siguiente. Disfruta de la esperanza de una dentadura nueva casi con culpa, como si el destino de muñeca rusa fuese ineludible.

Pasó mucho tiempo desde que hice esta nota. La semana pasada Nelly y yo nos cruzamos en una esquina por casualidad. Ella esperaba el colectivo y yo paseaba disfrutando los últimos calorcitos. Se sorprendió al verme; sus mejillas enrojecieron y me dedicó una sonrisa muy blanca y brillante. Lucía feliz.

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