23 de septiembre de 2013

Eustaquio, el peronista

Cuando llegué a su casa, Eustaquio salió a recibirme con la rapidez que le permitió su edad. Abrió la tranquera de palos y tendió la derecha ajada y seca. Con una sonrisa mansa miro fijo a mis ojos, que lo miraban. El tiempo había arqueado su espalda, como si pesara, y al trabajo duro no le costó mucho tajear para siempre sus dedos.

–Peón de sol a sol, desde chico –me dijo con una voz que parecía la continuación de su sonrisa mientras mostraba sus manos. Tenía puesto al cuello un pañuelo negro muy limpio y gastado, atado con un anillo que me pareció una alianza. La tela oscura resaltaba la incipiente barba blanca que había estado creciendo sin rasura desde hacía dos o tres días.

Me hizo pasar. El rancho fresco y claro no guardaba en su interior recuerdos de mujer. Había un indefinido orden masculino en los utensilios de la cocina sobre la mesada de madera, en la cama tendida, en los libros del anaquel de alambre y en los dos cuadros grandes de la pared del fondo. Pero no había fotos de familia, de hijos o de una mujer.

–¿Sabe Eustaquio? –susurré mientras me sentaba en una silla crujiente– estoy buscando historias en las que la gente haya disfrutado de alguna cosa del partido de La Costa.

–Mire, cuando llegamos no había intendentes. La cosa era difícil entonces.

–¿Llegamos? ¿Quiénes?

Eustaquio desvió la mirada al puño de su camisa blanca y la mantuvo ahí una eternidad. Luego miró la pava, cebó un mate y me lo alcanzó sin levantar la vista.

–La cosa era difícil porque no podía hacer nada –continuó–. Me hubiese gustado ver entonces a los que ahora se quejan de los políticos. A ver si se hacían los cocoritos. Seguro que se cagaban en las patas.

–¿Usted es o fue político?¿está afiliado…?

–No m’hijo. Lo mío siempre fue más de abajo. Nunca fui un tipo inteligente y ahora soy un viejo maniático –rió–. A mí siempre me gustó asociarme con mis vecinos, hacer cosas por ellos y contentarme cuando ellos me hacen un favor.

–¿Simpatiza con algún partido político?

–Viejo y pobre. ¿Qué puedo ser?

–Dígame usted.

–¡No se haga el bobo, hombre!¡Peronista!

–No sé… ¿Sólo los viejos y pobres son peronistas?

–¿Yo dije eso?¿yo dije eso? ¿eh?¿eh? –inquirió con risa contagiosa–. Lo que yo digo es que no confíe en ningún viejo que sea pobre y que le diga que no es peronista. Los pibes peronistas de ahora son una luz: buenos, serviciales…

–¿Conoce a Juan Pablo de Jesús?

–…una muchachada estupenda. El peronismo se mama desde la cuna. Mal padre peronista es el que no le enseña a su crío la solidaridad peronista… No, a Juan Pablo no lo conozco pero lo vi hace poco por la tele.

–¿Le gustó algo?

–Me gusta mucho la claridad que tiene en varias cuestiones. Lo del padre soltero está muy bien.

–¿Lo del padre soltero?

–Una vez lo escuché decir que es mentira que una madre después de separarse queda soltera. El que se queda soltero es el tipo, que sale todas las noches a emborracharse y con otras minas. La pobre mujer tiene que salir a laburar y a mantener a los críos…

–¿Juan Pablo dijo eso?

–No. Que el tipo es fiestero lo agrego yo porque conozco varios casos. ¿Y dígame si esa pobre mujer no necesita ayuda del Estado? Porque con la ayuda de los vecinos no alcanza, sobre todo si todos son carentes.

Los ojos enrojecieron como vieja angustia que aflora sin permiso. La voz se le entrecortó y el labio inferior tembló suavemente.

–Eustaquio, estaría bueno que me cuente alguna historia sobre algo que usted disfrute o haya disfrutado en La Costa.

–Me había embalado con la política de acá. Lo que pasa es que el pibe es lo más cercano a la solidaridad que tenemos en el partido de La Costa y a mi me gustan esas cosas.

–¿No le parece demasiado, Eustaquio? Eso de identificar la solidaridad con una sola persona…

–Vea m’hijo, yo ya estoy grande y en esta puta vida aprendí unas cuantas cosas –interrumpió Eustaquio. Fue la única vez en toda la entrevista que el hombre endureció el trato. Con su mirada buscó mis ojos y quedamos prendidos en un duelo de silencios.

–Juan Pablo de Jesús es él y su equipo de trabajo –continuó con tono firme pero sin perder la serenidad– Ellos desde ahí y nosotros desde acá somos el peronismo. Lo dijo con orgullo, convencido de que formaba parte de algo más amplio y útil.

–Muchas veces -continuó–, no hace falta que te lo den todo en bandeja. Alcanza con que te dejen hacer. ¿Por qué va a ser el gobierno el único que le solucione problemas a la gente, si usted y yo también podemos hacerlo?

–Pero no puede comparar lo que puede hacer un gobierno con lo que puede hacer una sola persona.

–Ahí está su error. Ahí está su error. No es una sola persona, son muchas personas siendo solidarias. Mire, una de las mejores cosas que pasaron en el partido de La Costa son los Centros Comunitarios. Solidaridad pura. Yo voy seguido. Le puedo asegurar que ahí no está Juan Pablo de Jesús enseñándole peluquería a nadie, ni electricidad, pero está el lugar que ellos crearon. Ahí está la gente. La gente ayudando a la gente.

–Lo más lindo que le puede pasar a uno es la solidaridad. Poder ayudar y sentirse necesitado. Eso es lo más lindo –dijo Eustaquio con la voz que iba ascendiendo una colina de congojas–. ¿Sabe? Yo tenía una compañera –susurró acariciando el anillo que unía el pañuelo de cuello. Y tras una pausa, añadió–: Los dos teníamos un centro comunitario amater. Las mujeres venían y dejaban los críos cuando iban a trabajar y ¿sabe? cuando volvían traían comida (lo que sea, un repollo o media calabaza) para los otros chicos que se quedaban a comer. Un día llegó la señora Manuela, que era maestra, y se nos juntó y les ayudaba a los chicos con los deberes; después pasaron tres o cuatro médicos que también los revisaban. Y así, de a poquito, el centro amater creció y tuvimos un montón de chicos que no eran nuestros, que eran prestados. Cuando íbamos a tener el nuestro, a la Moncha le agarró mucha fiebre y se me fue para siempre…

El sol había desaparecido del horizonte y un frío sereno empezaba a condensar la humedad de la tarde. Me quedó la sensación de que Eustaquio era mucho más que “un viejo maniático”. Las respuestas le surgían rápidas, como si supiera lo que le iba a preguntar; siempre me sonó espontáneo y franco, un tipo convencido de lo que dice y siente.

Enfundé mis manos en los bolsillos presioné play en el teléfono y volví a escuchar la última frase de Eustaquio: “La solidaridad de la gente. Eso es lo mejor que me pasó en el partido de La Costa”

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