Cuando llegué a su casa, Eustaquio salió a recibirme con la rapidez
que le permitió su edad. Abrió la tranquera de palos y tendió la
derecha ajada y seca. Con una sonrisa mansa miro fijo a mis ojos, que lo
miraban. El tiempo había arqueado su espalda, como si pesara, y al
trabajo duro no le costó mucho tajear para siempre sus dedos.
–Peón
de sol a sol, desde chico –me dijo con una voz que parecía la
continuación de su sonrisa mientras mostraba sus manos. Tenía puesto al
cuello un pañuelo negro muy limpio y gastado, atado con un anillo que me
pareció una alianza. La tela oscura resaltaba la incipiente barba
blanca que había estado creciendo sin rasura desde hacía dos o tres
días.
Me hizo pasar. El rancho fresco y claro no guardaba
en su interior recuerdos de mujer. Había un indefinido orden masculino
en los utensilios de la cocina sobre la mesada de madera, en la cama
tendida, en los libros del anaquel de alambre y en los dos cuadros
grandes de la pared del fondo. Pero no había fotos de familia, de hijos o
de una mujer.
–¿Sabe Eustaquio? –susurré mientras me
sentaba en una silla crujiente– estoy buscando historias en las que la
gente haya disfrutado de alguna cosa del partido de La Costa.
–Mire, cuando llegamos no había intendentes. La cosa era difícil entonces.
–¿Llegamos? ¿Quiénes?
Eustaquio
desvió la mirada al puño de su camisa blanca y la mantuvo ahí una
eternidad. Luego miró la pava,
cebó un mate y me lo alcanzó sin levantar la vista.
–La cosa era
difícil porque no podía hacer nada –continuó–. Me hubiese gustado ver
entonces a los que ahora se quejan de los políticos. A ver si se hacían
los cocoritos. Seguro que se cagaban en las patas.
–¿Usted es o fue político?¿está afiliado…?
–No
m’hijo. Lo mío siempre fue más de abajo. Nunca fui un tipo inteligente y
ahora soy un viejo maniático –rió–. A mí siempre me gustó asociarme con
mis vecinos, hacer cosas por ellos y contentarme cuando ellos me hacen
un favor.
–¿Simpatiza con algún partido político?
–Viejo y pobre. ¿Qué puedo ser?
–Dígame usted.
–¡No se haga el bobo, hombre!¡Peronista!
–No sé… ¿Sólo los viejos y pobres son peronistas?
–¿Yo
dije eso?¿yo dije eso? ¿eh?¿eh? –inquirió con risa contagiosa–. Lo que
yo digo es que no confíe en ningún viejo que sea pobre y que le diga que
no es peronista. Los pibes peronistas de ahora son una luz: buenos,
serviciales…
–¿Conoce a Juan Pablo de Jesús?
–…una
muchachada estupenda. El peronismo se mama desde la cuna. Mal padre
peronista es el que no le enseña a su crío la solidaridad peronista… No,
a Juan Pablo no lo conozco pero lo vi hace poco por la tele.
–¿Le gustó algo?
–Me gusta mucho la claridad que tiene en varias cuestiones. Lo del padre soltero está muy bien.
–¿Lo del padre soltero?
–Una
vez lo escuché decir que es mentira que una madre después de separarse
queda soltera. El que se queda soltero es el tipo, que sale todas las
noches a emborracharse y con otras minas. La pobre mujer tiene que salir
a laburar y a mantener a los críos…
–¿Juan Pablo dijo eso?
–No.
Que el tipo es fiestero lo agrego yo porque conozco varios casos. ¿Y
dígame si esa pobre mujer no necesita ayuda del Estado? Porque con la
ayuda de los vecinos no alcanza, sobre todo si todos son carentes.
Los ojos enrojecieron como vieja angustia que aflora sin permiso. La voz se le entrecortó y el labio inferior tembló suavemente.
–Eustaquio, estaría bueno que me cuente alguna historia sobre algo que usted disfrute o haya disfrutado en La Costa.
–Me
había embalado con la política de acá. Lo que pasa es que el pibe es lo
más cercano a la solidaridad que tenemos en el partido de La Costa y a
mi me gustan esas cosas.
–¿No le parece demasiado, Eustaquio? Eso de identificar la solidaridad con una sola persona…
–Vea
m’hijo, yo ya estoy grande y en esta puta vida aprendí unas cuantas
cosas –interrumpió Eustaquio. Fue la única vez en toda la entrevista que
el hombre endureció el trato. Con su mirada buscó mis ojos y quedamos
prendidos en un duelo de silencios.
–Juan Pablo de Jesús
es él y su equipo de trabajo –continuó con tono firme pero sin perder la
serenidad– Ellos desde ahí y nosotros desde acá somos el peronismo. Lo
dijo con orgullo, convencido de que formaba parte de algo más amplio y
útil.
–Muchas veces -continuó–, no hace falta que te lo
den todo en bandeja. Alcanza con que te dejen hacer. ¿Por qué va a ser
el gobierno el único que le solucione problemas a la gente, si usted y
yo también podemos hacerlo?
–Pero no puede comparar lo que puede hacer un gobierno con lo que puede hacer una sola persona.
–Ahí
está su error. Ahí está su error. No es una sola persona, son muchas
personas siendo solidarias. Mire, una de las mejores cosas que pasaron
en el partido de La Costa son los Centros Comunitarios. Solidaridad
pura. Yo voy seguido. Le puedo asegurar que ahí no está Juan Pablo de
Jesús enseñándole peluquería a nadie, ni electricidad, pero está el
lugar que ellos crearon. Ahí está la gente. La gente ayudando a la
gente.
–Lo más lindo que le puede pasar a uno es la
solidaridad. Poder ayudar y sentirse necesitado. Eso es lo más lindo
–dijo Eustaquio con la voz que iba ascendiendo una colina de congojas–.
¿Sabe? Yo tenía una compañera –susurró acariciando el anillo que unía el
pañuelo de cuello. Y tras una pausa, añadió–: Los dos teníamos un
centro comunitario amater. Las mujeres venían y dejaban los
críos cuando iban a trabajar y ¿sabe? cuando volvían traían comida (lo
que sea, un repollo o media calabaza) para los otros chicos que se
quedaban a comer. Un día llegó la señora Manuela, que era maestra, y se
nos juntó y les ayudaba a los chicos con los deberes; después pasaron
tres o cuatro médicos que también los revisaban. Y así, de a poquito, el
centro amater creció y tuvimos un montón de chicos que no eran
nuestros, que eran prestados. Cuando íbamos a tener el nuestro, a la
Moncha le agarró mucha fiebre y se me fue para siempre…
El
sol había desaparecido del horizonte y un frío sereno empezaba a condensar la humedad de la tarde. Me quedó la sensación de que Eustaquio era mucho más que “un
viejo maniático”. Las respuestas le surgían rápidas, como si supiera lo
que le iba a preguntar; siempre me sonó espontáneo y franco, un tipo
convencido de lo que dice y siente.
Enfundé mis manos en los bolsillos presioné play en el teléfono y volví a escuchar la última frase de Eustaquio: “La solidaridad de la gente. Eso es lo mejor que me pasó en el partido de La Costa”
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